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martes, 25 de septiembre de 2012

Cómo derechizar a un izquierdista



Por: Frei Betto, insurgente.org

Ser de izquierda es, desde que esa clasificación surgió con la
Revolución Francesa, optar por los pobres, indignarse ante la
exclusión social, inconformarse con toda forma de injusticia o, como
decía Bobbio, considerar una aberración la desigualdad social.

Ser de derechas es tolerar injusticias, considerar los imperativos
del mercado por encima de los derechos humanos, encarar la pobreza
como tacha incurable, creer que existen personas y pueblos
intrínsecamente superiores a los demás.

Ser izquierdista -patología diagnosticada por Lenin como `enfermedad
infantil del comunismo´- es quedar enfrentado al poder burgués hasta
llegar a formar parte del mismo. El izquierdista es un
fundamentalista en su propia causa. Encarna todos los esquemas
religiosos propios de los fundamentalistas de la fe. Se llena la boca
con dogmas y venera a un líder. Si el líder estornuda, él aplaude; si
llora, él se entristece; si cambia de opinión, él rápidamente analiza
la coyuntura para tratar de demostrar que en la actual correlación de
fuerzas...

El izquierdista adora las categorías académicas de la izquierda, pero
se iguala al general Figueiredo en un punto: no soporta el tufo del
pueblo. Para él, pueblo es ese sustantivo abstracto que sólo le
parece concreto a la hora de acumular votos. Entonces el izquierdista
se acerca a los pobres, no porque le preocupe su situación sino con
el único propósito de acarrear votos para sí o/y para su camarilla.
Pasadas las elecciones, adiós que te vi y ¡hasta la contienda
siguiente!

Como el izquierdista no tiene principios, sino intereses, nada hay
más fácil que derechizarlo. Dele un buen empleo. Pero que no sea
trabajo, eso que obliga al común de los mortales a ganar el pan con
sangre, sudor y lágrimas. Tiene que ser uno de esos empleos donde
pagan buen salario y otorgan más derechos que deberes exigen. Sobre
todo si se trata del ámbito público. Aunque podría ser también en la
iniciativa privada. Lo importante es que el izquierdista sienta que
le corresponde un significativo aumento de su bolsa particular.

Así sucede cuando es elegido o nombrado para una función pública o
asume un cargo de jefe en una empresa particular. De inmediato baja
la guardia. No hace autocrítica. Sencillamente el olor del dinero,
combinado con la función del poder, produce la irresistible alquimia
capaz de hacer torcer el brazo al más retórico de los
revolucionarios.

Buen salario, funciones de jefe, regalías, he ahí los ingredientes
capaces de embriagar a un izquierdista en su itinerario rumbo a la
derecha vergonzante, la que actúa como tal pero sin asumirla. Después
el izquierdista cambia de amistades y de caprichos. Cambia el
aguardiente por el vino importado, la cerveza por el güisqui escocés,
el apartamento por el condominio cerrado, las rondas en el bar por
las recepciones y las fiestas suntuosas.

Si lo busca un compañero de los viejos tiempos, despista, no atiende,
delega el caso en la secretaria, y con disimulo se queja del
`molestón´. Ahora todos sus pasos se mueven, con quirúrgica
precisión, por la senda hacia el poder. Le encanta alternar con gente
importante: empresarios, riquillos, latifundistas. Se hace querer con
regalos y obsequios. Su mayor desgracia sería volver a lo que era,
desprovisto de halagos y carantoñas, ciudadano común en lucha por la
sobrevivencia.

¡Adiós ideales, utopías, sueños! Viva el pragmatismo, la política de
resultados, la connivencia, las triquiñuelas realizadas con mano
experta (aunque sobre la marcha sucedan percances. En este caso el
izquierdista cuenta con la rápida ayuda de sus pares: el silencio
obsequioso, el hacer como que no sucedió nada, hoy por ti, mañana por
mí...).

Me acordé de esta caracterización porque, hace unos días, encontré en
una reunión a un antiguo compañero de los movimientos populares,
cómplice en la lucha contra la dictadura. Me preguntó si yo todavía
andaba con esa `gente de la periferia´. Y pontificó: "Qué estupidez
que te hayas salido del gobierno. Allí hubieras podido hacer más por
ese pueblo".

Me dieron ganas de reír delante de dicho compañero que, antes,
hubiera hecho al Che Guevara sentirse un pequeño burgués, de tan
grande como era su fervor revolucionario. Me contuve para no ser
indelicado con dicho ridículo personaje, de cabellos engominados,
traje fino, zapatos como para calzar ángeles. Sólo le respondí: "Me
volví reaccionario, fiel a mis antiguos principios. Prefiero correr
el riesgo de equivocarme con los pobres que tener la pretensión de
acertar sin ellos".